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Los que se alejan de Omelas- Ursula K. Le Guin

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Universidad del Norte Colombia

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Los que se marchan

de Omelas

Ursula K. Le Guin

Este libelo es gratuito.

Copia, difunde y colorea.

Biblioteca Anarquista La Revoltosa Alcorcón, Agosto 2016 bibliotecalarevoltosa@gmail bibliotecalarevoltosa.wordpress

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INTRODUCCIÓN. MUCHAS

INCÓGNITAS Y ALGUNA CERTEZA

Sólo soy verdaderamente libre cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres, de manera que cuanto más numerosos son los hombres libres que me rodean y más profunda y más amplia es su libertad, más extensa, más profunda y más amplia viene a ser mi libertad

Mijail Bakunin. Sobre la libertad

Pocos cuentos tan cortos abren un espacio tan amplio a la reflexión. Y nunca el género fantástico y de ciencia-ficción al que nos acostumbró la escritora Ursula K. Le Guin estuvo más próximo a lo real. Sus cuentos y novelas -aunque no se movieran dentro de los cauces más “ortodoxos” de la ciencia-ficción- siempre han incluido una correspondencia entre algún aspecto de lo narrado y la realidad, lo que permitía poder realizar una crítica de la sociedad actual sobre una base tangible.

Los que se marchan de Omelas presenta algunas cuestiones tan antiguas como la civilización: unas, han aparecido a lo largo de la historia bajo distintas formas; otras, sólo pueden ser obser- vadas desde el prisma de la modernidad; todas, sin embargo, nos llevan, al menos, a una reflexión sobre el mundo de hoy.

¿Deben la felicidad y prosperidad generales basarse en la opresión y el sometimiento de unos/as pocos/as? ¿Está justi- ficado? ¿Sería posible de otra manera? Este es el argumento principal que nos plantea la autora, un asunto que atraviesa nuestra existencia desde los primeros asentamientos humanos. ¿Hubieran sido capaces en la antigüedad clásica grecorromana, por poner un ejemplo, de renunciar a la esclavitud (base sobre la que se asentaba su economía)? ¿Seríamos capaces de renunciar

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URSULA K. LE GUIN

LOS QUE SE MARCHAN DE OMELAS

[Variaciones sobre un tema de William James]

La idea central de este psicomito, la víctima propiciatoria, aparece en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, y algunas personas me han preguntado, con bastantes recelos, por qué le otorgué el mérito a William James. El caso es que no he sido capaz de releer a Dostoie- vski — aunque me gustaba mucho—desde que tenía veinticinco años, y había olvidado que él utilizó la idea. Pero cuando me la encontré en El Filósofo Moral y la Vida Moral de William James, me impresionó reconocerla. Así es como la expresa James:

«Consideremos la hipótesis de que se nos ofreciera un Mundo en el que fueran posibles las utopías de Fourier, Bellamy y Morris, y en el que, por tanto, millones de personas fueran siempre felices, pero con la única condición de que un alma perdida más allá de las cosas tuviera que llevar una vida de solitario tormento. Por mucho que nos tentara el impulso de agarrarnos a una felicidad así ofrecida, sólo una emoción muy específica e independiente podría hacernos sentir todo lo repugnante que sería disfrutar de ella a cambio de aceptar deliberadamente un trato semejante.»

Difícilmente podría expresarse mejor el dilema de la conciencia ame- ricana. Dostoievski era un gran artista, y un radical, pero su temprano radicalismo social dio un vuelco convirtiéndole en un violento reaccio- nario. En cambio, el americano James, que parece tan tibio, tan ingenuo y caballeroso, fue y sigue siendo un verdadero pensador radical. ¡Y fíjense cómo dice «nosotros», dando por supuesto que todos sus lec- tores son tan honrados como él! Inmediatamente después del párrafo

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del «alma perdida» continúa:

«Todas las ideas agudas y elevadas son revolucionarias. Se nos presentan mucho menos como efectos de la experiencia pasada que como probables causas de experiencias futuras; son factores ante los que habrán de inclinarse el medio ambiente y las lecciones aprendidas hasta ahora.»

Estas dos frases se aplican muy directamente a este cuento, a la ciencia ficción y a todo el pensamiento acerca del futuro en general. Los ideales como «probable causa de futuras experiencias» ¡he aquí una observación sutil y estimulante!

Por supuesto, no fue leer a James y sentarse y decir: «Ahora escri- biré un cuento acerca de esa “alma perdida”». No suele ser tan sen- cillo. Me senté y empecé a escribir una historia, únicamente porque me apetecía, pensando sólo en la palabra <<Omelas>>. Venia de una señal de carretera: Salem (Oregon) leída al revés. ¿Ustedes no leen los letreros de la carretera al revés? POTS. NÓICUACERP soñin. Ocsic- narf Nas... Salem es igual a schelomo, que es igual a salaam, que es igual a Paz. Melas. O melas. Omelas. Homme hélas. «¿De dónde saca sus ideas, señora Le Guin?». De olvidar a Dostoievski y leer los letreros de la carretera de derecha a izquierda, naturalmente. ¿De dónde, si no?

Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos

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las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Con una descripción así, uno tiende a hacer ciertas conjeturas. Con una descripción como ésta, uno espera ver al rey montado en un espléndido garañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa, ni publi- cidad, ni policía secreta, ni bombas. Y sin embargo, no eran gentes sencillas, nada de dulces pastores, ni nobles salvajes, ni cándidos utópicos. No eran menos complejos que nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el sufrimiento es intelectual, sólo el mal es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no les puedes vencer, únete a ellos. Si te duele, vuelve a comenzar. Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder el dominio de todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas pala- bras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices... aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder conven- cerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; suena a érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país... Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que segura- mente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo dis-

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cernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría —la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener perfectamente calefac- ción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas lle- garon a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la esta- ción de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado de Agricultores. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, caballos..., ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magní- ficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en Omelas... al menos no templos mate- riales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofre- ciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y este no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comu- nidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero esta es una actitud puritana. Para aque-

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magia de la melodía.

De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.

Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro...». Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.

¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta cele- bración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.

En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas man- siones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es retrasado mental. Quizá

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naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y perma- nece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta per- manece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. El cuenco de la comida y la jarra son lle- nados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede recordar la luz del Sol y la voz de su madre, habla algunas veces.

«Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!».

Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmmhaa », y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive con medio cuenco diario de grasa y cereal. Está desnudo. Sus muslos y sus nalgas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constante- mente sentado sobre sus propios excrementos.

Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus rela- ciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento

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Ha vivido durante demasiado tiempo atemorizado para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado sal- vajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgra- ciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandio- sidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan conside- rados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mien- tras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el Sol de la primera mañana del verano.

¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.

A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hun- dirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos

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va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy bien hacia dónde van.

Fin.

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¿QUIÉN ES URSULA K. LE GUIN?

Nacida el 21 de octubre de 1929 en Berkeley, Ursula Kroeber era hija de Theodora y Alfred Kroeber, escritora de cuentos infantiles y antropólogo, respectivamente. Estudió en el Rad- cliffe College y se graduó en Literatura Italiana y Francesa del Renacimiento en la Universidad de Columbia. Tras ganar una beca para estudiar en Francia, conoció a Charles A. Le Guin, his- toriador, con el que contrajo matrimonio en 1953 en París. En 1958 se establecieron en Portland, Oregón. Tuvieron tres hijos y, de momento, tres nietos. A lo largo de su vida, Ursula K. Le Guin se ha revelado como activa militante pacifista y feminista.

Ursula K. Le Guin es una de las autoras más completas de nuestro tiempo. Escribe prosa y verso, y ha publicado sus tra- bajos en géneros tan distintos como la fantasía, ciencia-ficción, ficción realista, libros infantiles, libros para jóvenes, ensayos, guiones, etc. Ha publicado 6 libros de poesía, 20 novelas, más de 100 cuentos cortos (que han sido recogidos en 11 volúmenes), 11 libros infantiles, 4 colecciones de ensayos y 4 traducciones de otras obras, en apenas 40 años. Unas cifras realmente impre- sionantes, que muy pocos autores han conseguido, y más aún teniendo en cuenta la alta calidad de sus textos y de la variedad de sus formas.

Algunos de los trabajos más conocidos de Ursula K. Le Guin llevan re-imprimiéndose de forma continuada desde hace más de treinta años. Además, sus libros de fantasía más conocidos (los cuatro primeros volúmenes de la saga de Terramar) han vendido millones de ejemplares en EE. y en Inglaterra, y han sido tra- ducidos a más de dieciséis idiomas. Su primera obra importante de ciencia-ficción, La mano izquierda de la oscuridad, se considera

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clave en su campo, por su investigación radical de los roles de género, y por su complejidad moral y literaria. Sus novelas Los desposeídos y El eterno regreso a casa redefinen el alcance y el estilo de la ficción utópica. De sus libros infantiles, la saga de Catwings se ha convertido en una de las favoritas del público lector. Por otro lado, su versión del Tao Te Ching, de Lao Tzu, una traduc- ción en la cual trabajó durante cuarenta años, ha recibido gran reconocimiento.

Entre los muchos premios que sus libros han recibido están el National Book Award, 5 premios Hugo, 5 premios Nébula, el Grand Master de los SWFA, el Kafka Award, el Pushcart Prize, el Howard Vursell Award de la Academia Americana de las Artes y las Letras, y el premio Robert Kirsch Award del L. Times.

  • Extraído de ursulakleguin -
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