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TeoríA DEL Delito - derecho penal general

derecho penal general
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Derecho Penal Especial I

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Año académico: 2022/2023
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Universidad Santiago de Cali

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TEORÍA DEL DELITO

Propósito del curso: La teoría de la conducta punible es el estudio de las características comunes que debe reunir cualquier acción para que pueda ser considerada como susceptible de punición; por ello se habla de los elementos generales de las diversas figuras penales y debe prestarse atención a la parte especial del Código Penal (artículos 101 y siguientes), donde se encuentran reguladas las diversas conductas punibles como homicidio, hurto, etc.

Nuestra finalidad, por ahora, no es estudiar los elementos particulares de cada conducta punible –tarea del curso de teoría del delito que más adelante verán–, sino los elementos constantes en todas ellas, esto es, los caracteres genéricos y específicos ya vistos.

EL CONCEPTO DE DELITO

Precisiones iniciales: En castellano se emplean los términos delito, equivalente a culpa o quebrantamiento de la ley, y crimen, cuyo alcance se asemeja a delito grave, acción indebida o reprensible, para denominar las violaciones a la ley penal del Estado; no obstante, en el derecho comparado se encuentran también voces como infracción, acción punible, conducta delictiva, hecho criminoso, hecho penal, hecho punible y, por supuesto, conducta punible.

El Código Penal de 2000 clasifica las conductas punibles en delitos y contravenciones (artículo 19); el título III del libro primero o parte general, que se llama “De la conducta punible”. La doctrina, sin embargo, suele utilizar los vocablos delito, hecho punible y conducta punible como sinónimos, y a la hora de exponer la construcción del mismo asunto se utilizan las denominaciones teoría del delito, teoría del hecho punible o teoría de la conducta punible.

En la definición empleada por el legislador para designar la centenaria construcción a la que se hace referencia (artículo 9º), la expresión conducta punible es apropiada y tiene distintos alcances que dependen, incluso, de los contextos interpretativos y de las sistemática que se asuma: a veces parece ser sinónima de “conducta” (artículos 14, 15, 25, 26, 52, 55 a 58; 83, inciso 1º; 84 y 447); de “conducta típica” (Código Penal, artículos 25 parágrafo, 27; 31; 39, numeral 4º); de “conducta típica y antijurídica” (injusto) (Código Penal, artículos 11, 28 y 29); “de conducta típica, antijurídica y culpable” (Código Penal, artículos 8o –que emplea la locución “imputar.. punible”–, 9o , inciso 1º, e incluso en el inciso 3o –que habla de la conducta del inimputable–, 19, 94,

95, 97, 98 y 339). Esto, sin descartar su empleo como sinónima de “tipo” o “supuesto de hecho”, como elemento de la norma penal completa (Código Penal, artículos 32, numeral 7º, inciso 2o y 76); o como norma penal completa (Código Penal, artículos 31, inciso 3o –“cualquiera de las conductas punibles.. sanciones”–, y 83, inciso 3o ), entre otros usos.

DELITO Y CONTRAVENCIÓN. Como quiera que la ley penal divide las conductas punibles en delitos y contravenciones (Código Penal, artículo 19), es necesario precisar si dicha distinción tiene alguna consistencia.

¿En qué se diferencian unos y otras? Al respecto se han ensayado criterios de diversa índole a saber: i) Los de orden cualitativo, que hacen el distingo a partir de la naturaleza del derecho o interés jurídico tutelado, o de la forma de agresión, o según el elemento psicológico (culpabilidad); ii) Los de carácter cuantitativo, que intentan la separación con base en la mayor o menor gravedad de unos y otras, esto es, según la cantidad, de donde se puede concluir que la contravención no es más que un delito menor y iii) Las pautas de carácter mixto (cualitativo y cuantitativo), para las cuales ambos difieren no solo por la calidad de las penas establecidas en el ordenamiento, sino también por poseer un precepto con un contenido disímil, puesto que las contravenciones suponen ofensas menos graves a los intereses administrativos que los delitos.

NOCIONES DE DELITO:

Formal: delito es toda acción punible que responde a los presupuestos requeridos para imponer pena, lo que es apenas comprensible si se tiene en cuenta que el sistema jurídico penal vigente está presidido por el principio de legalidad.

Material: Es aquella acción atentatoria contra los intereses jurídicos tutelados; o, como estudiamos antes, todo injusto culpable, pues “injusto” y “culpabilidad” son los presupuestos materiales de los que depende el sí de la pena.

Legal, jurídica y extrajurídica, política: Concepto legal es el que proporciona la ley por vía general, tal como hace el artículo 9º inciso primero del Código Penal que, por supuesto, puede también ser formal, dogmático, etc. Noción jurídica es la que apunta a contenidos provenientes del derecho; a su vez la extrajurídica es la formulada según premisas no jurídicas, por fuera del derecho, como sí se le define desde el punto de vista ético, filosófico, sociológico, o político, etc. Para culminar, se habla de delito político. Cuando se alude a esta

Antecedentes. El precedente más remoto de la actual construcción se remonta a la teoría del delito común, desarrollada bajo los auspicios de la ciencia italiana de los siglos XVI y XVII, a la luz de la concepción del derecho natural entonces imperante; era una estructura bipartita que distinguía entre imputatio facti (imputación objetiva) e imputatio iuris (imputación subjetiva), entre una parte externa al delito y otra interna. Dicha sistemática, retomada por el derecho alemán de la época, fue sostenida por autores como T. Deciani (1590, ocho años después de su muerte), P. Theodoricus (1618), S. Pufendorf (1660) y Ch. Wolff (1738). A comienzos del siglo XIX, sin embargo, se empieza a gestar en Alemania la teoría cuatripartita hoy imperante. En efecto, Ch. K. Stübel (1805) distinguió entre injusto e imputación del hecho; H. Luden (1840) elaboró un concepto tripartito de delito integrado por las notas de acción, antijuridicidad y culpabilidad, a cuyos aportes se sumó A. F. Berner al desarrollar con toda claridad el concepto jurídico penal de acción (1843-1857); luego, R. von Jhering (1867) explicó para el derecho civil el concepto de antijuridicidad objetiva, incorporado al derecho penal por F. von Liszt y E. von Beling (1902), previas elaboraciones de K. Binding (1872), expuestas en su conocida teoría de las normas. El concepto de culpabilidad fue, así mismo, objeto de profunda consideración, gracias a los estudios de A. Merkel (1867); y, para terminar, E. von Beling (1906) introdujo la tipicidad a partir del principio de legalidad, entendiendo el delito como “una acción típica, antijurídica y culpable, susceptible de una adecuada punición y suficiente para las condiciones de la amenaza penal”.

No obstante, esta noción fue objeto de algunas modificaciones, pues, en 1930, la entendía así: “delito es la acción típicamente antijurídica y típicamente culpable, en tanto no exista una causa legal (objetiva) de exclusión de pena”; como es natural, con ello la idea de tipicidad ganaba más importancia para la concepción del delito, calificada por él mismo como de “esencial”.

El concepto clásico: Con la separación entre injusto y culpabilidad a finales del siglo XIX, esta orientación sistemática se desarrolló con el apoyo de K. Binding, A. Merkel, F. von Liszt y E. von Beling, principalmente, y se constituyó dominante para la época por su estructura clara, didáctica y sencilla. Dos factores influyeron para que ello fuese posible: uno científico, derivado de la influencia del positivismo en el ámbito del derecho penal, que se tradujo en un normativismo (dogmática del derecho penal) y en un naturalismo (criminología), además de lo que entonces se denominaba política criminal, de donde surgió la “ciencia total

del derecho penal”; y otro político, constituido por la crisis del Estado liberal clásico y su sustitución por el liberal intervencionista, lo cual se reflejó en el campo jurídico con la postulación de un derecho penal de prevención efectiva, encaminado a la defensa social y no de meras garantías, como hasta entonces. Ello condujo al entendimiento de las diversas categorías del esquema del delito, acorde con contenidos muy concretos.

En efecto, la acción concebida como “movimiento corporal voluntario” (E. Beling) o “voluntad humana encaminada a realizar una modificación en el mundo exterior” (F. von Liszt), servía para excluir del derecho penal los fenómenos naturales, el comportamiento de los animales y algunos actos humanos que no estaban gobernados por la voluntad; por ello, si la acción equivalía a una “inervación muscular”, una conducta como la de injuriar se explicaba como la producción y desplazamiento de ondas sonoras que, partiendo de la laringe del autor del hecho, se desplazaban hasta el oído del receptor. Se formuló, pues, un concepto natural de acción, puramente mecánico, que respondía muy bien a los dictados del positivismo. El tipo penal, que ya se distinguía de la tipicidad (o conformidad con el tipo respectivo), se entendía como una figura objetivo-descriptiva compuesta de elementos externos o descriptivos como, por ejemplo, la “cosa” en el hurto, el “matar” en el homicidio, el carácter “ajeno” de la cosa hurtada, la calidad de “documento” en la falsedad, etc., que, por supuesto, no siempre eran descriptivos, como se demostraría luego; y servía como medio para realizar una descripción exacta de las acciones punibles en la ley. El entendimiento del tipo penal como un concepto puramente objetivo, bajo el influjo positivista, permitió, entonces, proyectar la tipicidad como una categoría resultante de la emisión de un juicio que se limitaba a comparar la conducta realizada con los caracteres definidos por el legislador en la ley. La antijuridicidad, pensada como un juicio normativo sobre la realización de la conducta típica, era la contradicción formal con el ordenamiento jurídico (antijuridicidad formal), en lo que se evidenciaba también la influencia del positivismo, pues la tipicidad aparecía como indicio de antijuridicidad (ratio cognoscendi), que solo podía ser desvirtuada mediante la prueba de una causal de justificación. Metafóricamente: la tipicidad era el humo –hecho conocido– que lleva, por vía de inferencia, hasta la antijuridicidad o fuego –hecho desconocido–. Como es obvio, con semejante manera de concebir este estrato del hecho punible, no era viable hablar de una antijuridicidad material, esto es, como lesión o ataque a los intereses tutelados en la ley (bienes jurídicos); se trataba, pues, de una noción naturalista de antijuridicidad.

de la mente del sujeto: el sujeto (método) determina el objeto (conocimiento).

También, al igual que en el caso del concepto de delito anterior, dos factores determinaron este rumbo metódico, como ya se dijo: uno científico, representado por el hecho de que algunos filósofos del derecho adscritos a dicha tendencia eran al mismo tiempo penalistas (G. Radbruch, M. E. Mayer, E. Mezger y J. F. W. Sauer), con lo que fue fácil introducir la perspectiva material y la idea de valor como soportes ideológicos de la nueva concepción del delito; y otro político, derivado de la entrada en escena de la concepción liberal intervencionista del Estado que, además, preconizaba una decidida injerencia en el campo del derecho penal para ponerle freno a la creciente criminalidad y profundizar así la defensa social como tarea del ente estatal.

Con tales puntos de partida, los cuatro niveles de análisis del delito fueron objeto de modificaciones de diversa índole, como se aprecia a continuación. La acción –entendida por los clásicos en forma naturalística– fue muy cuestionada, pues no se compaginaba con un derecho penal referido a valores; por ello se acuñaron otros conceptos, y se afirmó que era un “comportamiento voluntario” (R. von Hippel), o “la realización de la voluntad” (M. E. Mayer), o, en fin, “un comportamiento humano” (E. Mezger). Entraba, pues, a formar parte de la ciencia penal de entonces el llamado concepto causal de acción, así denominado porque, en líneas generales, todos sus expositores aceptaban que este elemento equivalía a un comportamiento humano que causaba un resultado en el mundo exterior.

No obstante, otro grupo de autores llegó a postular un concepto social de acción acorde con el cual este elemento genérico del concepto de hecho punible se entendía como “un fenómeno social en su sentido de actuación en la realidad social” (E. Schmidt); incluso, no faltó quien formulara una noción de delito que prescindía de la acción como elemento de la estructura (G. Radbruch). En adelante, pues, la acción de injuriar no se entendió solo como la producción de ondas sonoras emitidas por la laringe que, al desplazarse en el aire, llegaban hasta el oído de la víctima, sino que lo importante era la manifestación de desprecio y menoscabo de la estima que se le debía al ofendido, su deshonra, y no los fenómenos fisiológicos y físicos involucrados; esto es, se le daba cabida a la valoración. Además, como según el concepto clásico era imposible explicar la omisión, que no supone movimiento corporal alguno y ya se había dicho que era indispensable entenderla en un sentido social (F. von Liszt, que empezaba a abandonar el positivismo), solo la nota de “comportamiento

humano” podía agrupar en un único concepto ambas formas de conducta.

A su vez, la tipicidad también fue sacudida gracias al “descubrimiento” de la existencia de elementos normativos y subjetivos en el tipo penal que no podían ser asignados a la culpabilidad, como dijeron los responsables de este logro: E. Mezger y J. Nagler (1876-1951). Así las cosas, el elemento “ajena”, contenido en el tipo de hurto del artículo 242 del Código alemán de 1871 (similar al artículo 239 del Código Penal colombiano) no podía entenderse ya como descriptivo, sino normativo. Y elementos como “el propósito de obtener provecho” presente en esta y otras figuras típicas, o “el ánimo de lucrarse”, ya no eran susceptibles de calificarse como descriptivos, sino subjetivos.

Desde luego, en materia de las relaciones entre tipicidad y antijuridicidad, se observan en los autores de la época, por lo menos dos corrientes: una, para la que la tipicidad era un indicio de antijuridicidad (ratio cognoscendi); y, otra, que la entiende como su razón de ser (ratio essendi), con lo que las dos categorías terminan confundiéndose en una sola (el “injusto típico”, como empezó a decirse en el lenguaje de entonces). Entre los partidarios de esta última concepción – para la que el delito es conducta típicamente antijurídica y culpable– son posibles dos enfoques distintos: quienes sostienen que las causas de justificación descartan la antijuridicidad y los que, siguiendo las pautas propias de la teoría de los elementos negativos del tipo, creen que ellas descartan la tipicidad.

La antijuridicidad tampoco podía ser concebida ya desde el punto de vista formal como una mera oposición a la norma jurídica; ahora, dadas las repercusiones del neokantismo también en este elemento, de la finalidad de los tipos penales se deduce esta categoría, entendida en sentido material como dañosidad social (A. Graf zu Dohna y L. Zimmerl). Por ello pudo afirmarse, como ya se advirtió, que este elemento cumplía una función protagónica (predominante) dentro del injusto, mientras que el tipo penal quedaba convertido en un instrumento auxiliar de aquella y, por ende, la nota de la tipicidad pasaba a un segundo plano; a causa de esta prioridad, se habla hoy, no de la “tipicidad”, sino del “tipo de injusto” o “injusto típico” (J. F. W. Sauer).

De este modo, el bien jurídico pudo pasar a primer plano, y se afirmó la necesidad de entender el juicio de antijuridicidad en sentido objetivo, con lo que las causales de exclusión de la antijuridicidad (de justificación) se configuraban sin la presencia de elemento subjetivo alguno –aunque no faltaron

predominantemente objetiva y la culpabilidad como un elemento subjetivo referido a lo normativo.

El concepto finalista. Un vuelco total a la concepción anterior solo fue posible en el período de la posguerra –una vez derrotados los extravíos del nacionalsocialismo también en el ámbito del derecho penal–, gracias a la labor de H. Welzel, que, con base en estudios comenzados al final del decenio del año veinte del pasado siglo, quiso erigir de nuevo el ser real de la acción humana en el concepto central de la teoría del delito, concibiéndola desde un punto de vista ontológico, al estilo aristotélico.

Dos factores –como ya se indicó–, explican este viraje metódico: uno científico, derivado del hecho de que este pensador planteaba en sus escritos filosóficos un paso del subjetivismo al objetivismo y –por ende– que era el objeto del conocimiento el que determinaba al sujeto y no al contrario, como postulaban los neokantianos, a quienes acusaba de malinterpretar la doctrina del gran pensador de Königsberg. Y, de manera coetánea, la afirmación, con base en las premisas del iusnaturalismo, de la existencia de “verdades eternas” y de “estructuras lógico-objetivas” que tenían que ser respetadas por el legislador (el concepto final de acción y la culpabilidad como reprochabilidad).

El factor político que propició esta nueva concepción lo constituye el rechazo al régimen nazi, agudizado tras su caída, después de que el penalismo alemán de entonces –y no solo H. Welzel– propuso otros rumbos para sanear el mea culpa que, en mayor o menor grado, lo aquejaba después de los extravíos de tan nefasto y monstruoso sistema político; por eso, el finalismo afirma que el legislador no es autónomo para erigir como delito cualquier comportamiento que le venga en gana, sino que tiene que respetar unos límites prejurídicos, y en ningún caso puede rebasar la dignidad de la persona humana como base mínima de cualquier convivencia civilizada. Lo expresado explica por qué las consecuencias para la teoría del delito, emanadas de tales planteamientos, solo empezaron a sentirse después de la segunda guerra mundial, una vez fracasada la tentativa de erigir un derecho penal nacionalsocialista por sus más reconocidos cultores: G. Dahm, F. Schaffstein y E. Mezger.

En fin, esta “revolución copernicana”, como de forma exagerada se le denominó, incidió de manera radical en cada uno de los diversos estratos del concepto de delito, como se ve en seguida. La acción, presupuesto común de todas las formas de aparición del delito (dolosas o culposas, de comisión o de omisión), se concibe como “ejercicio de

actividad final” y no solamente causal, y se entiende que esa finalidad se basa en la capacidad de previsión del hombre de las consecuencias posibles de su obrar, que le permite, por tanto, proyectar fines diversos y dirigir su actividad conforme a un plan, a la consecución de estos. Este concepto ya había sido planteado con anterioridad en el campo de la filosofía e, incluso, por diversos pensadores que lo habían llevado al terreno del derecho penal, aunque, desde luego, sin vislumbrar las consecuencias extraídas por H. Welzel para la sistemática del delito en sus diversos trabajos; es este el concepto final de acción.

También la tipicidad sufrió un vuelco muy grande derivado del hecho de que, al situarse el contenido de la voluntad del agente en la acción, el tipo penal pasaba a entenderse como la descripción concreta de la conducta prohibida, que aparecía integrada por una parte objetivada y otra subjetiva, cuyo núcleo era el dolo; por ello, ya desde el injusto, es posible separar los delitos dolosos de los imprudentes, para establecer modalidades especiales del delito con una diversa configuración en cada uno de los niveles de análisis de la construcción dogmática, sean de comisión o de omisión.

Aparece, pues, en todo su esplendor la concepción del tipo complejo, y se podrá decir que este se halla integrado por elementos descriptivos, normativos y subjetivos. La ubicación del dolo en el tipo en los hechos dolosos era apenas lógica, si se tiene en cuenta que los mismos neoclásicos lo habían admitido en los casos de tentativa; de allí que fuera muy puesta en razón la célebre crítica dirigida por el mentor de esta corriente a sus contradictores, cuando preguntaba cómo era posible que el examen del dolo en el tipo o en la culpabilidad dependiese de que el disparo efectuado por el agente diese o no en el blanco.

La antijuridicidad es entendida, por una parte, como el juicio en cuya virtud la acción típica es contraria al derecho, al orden jurídico, lo que sucede cuando no concurre ninguna causal de justificación (aspecto formal); y, por otra, como dañosidad social (aspecto material), y se advierte que los hasta entonces denominados elementos subjetivos del tipo fueron reunidos en un concepto superior: los elementos personales del injusto, que se contrapusieron al desvalor de resultado (bien jurídico) como desvalor de acción.

El injusto, pues, no se agota en la mera causación del resultado (lesión del bien jurídico), sino que, además, se concibe como “la obra de un autor determinado” o expresión de una determinada “voluntad criminal” (afectación de valores ético-sociales); por ello, mientras que la antijuridicidad

El concepto funcionalista moderado. Para C. Roxin debía construirse un sistema “teleológico” o “racional final”, que permitiera replantear todas las categorías del delito (acción, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad) a partir de criterios propios de la política criminal, desarrollados y orientados en función de los fines de la pena; gracias a ello, se introducían dos componentes complementarios como son la imputación objetiva y la responsabilidad, lo que le permitió establecer algunos replanteamientos a la teoría del delito.

En efecto, en primer lugar, el concepto de acción, acorde con las nociones “personales” del mismo acuñadas por un sector tradicional de la dogmática alemana, se concebía como todo lo que “el hombre coordina desde su centro de actividad psíquico-espiritual”, esto es, “todo lo que se pueda atribuir a un ser humano como centro anímico espiritual de acción”; “Un hombre habrá actuado si determinados efectos procedentes o no del mismo se le pueden atribuir a él como persona, o sea como centro espiritual de acción, por lo que se puede hablar de un «hacer» o «dejar de hacer» y con ello de una «manifestación de la personalidad».

En segundo lugar, el entendimiento de la tipicidad desde una perspectiva político-criminal implicaba entender el tipo penal como una descripción que valora la acción desde el punto de vista de la necesidad abstracta de pena (prevención general) y que buscaba motivar a la persona para que se abstuviera de ejecutar la acción descrita por él –es lo que sucede en los tipos de comisión– o para que efectúe la acción mandada –tal como acontece en los tipos penales omisivos–.

El tipo penal, pues, no podía ser pensado con una mera “conexión de condiciones entre el comportamiento y el resultado, sino que los resultados, conforme a pautas político- criminales (en vez de lógico científicas del ser), tendrían que ser imputadas al autor como su obra”. A la par, de la mano del principio de culpabilidad, se reemplazaba –¡tal vez sería mejor decir, se complementaba!– la idea de causalidad con la construcción de la imputación objetiva, esto es, un conjunto de reglas construidas sobre valoraciones jurídicas, en virtud de las cuales se puede demostrar que el resultado puede serle atribuido al agente, cuando la producción de un peligro o riesgo prohibido tiene lugar en el ámbito de protección de la norma, lo que implicaba hacer un examen de la conducta en tres niveles:

a) si la conducta ha creado un riesgo jurídico penalmente relevante para el bien jurídico (carácter disvalioso del comportamiento realizado por el agente);

b) si ese riesgo se ha concretado en el resultado (la conducta realizada por el sujeto es constitutiva de tentativa o de hecho consumado); y, c) si el resultado queda cobijado dentro del ámbito de protección de la norma (interpretación de los tipos penales discutidos, con base en consideraciones políticocriminales), lo que luego denominaría como el “alcance del tipo” para evitar confusiones.

Desde luego, con este punto de partida se produjo un reordenamiento de los componentes objetivos del tipo penal que quedaban reducidos a un juicio de imputación objetiva, construido a partir de la llamada teoría del riesgo permitido, y anclado en dos principios político-criminales rectores del tipo penal: la necesidad abstracta de pena bajo el aspecto de la prevención general y el principio de culpabilidad, como también se dijo en su oportunidad.

En tercer lugar, también el injusto sufrió innovaciones. Para esta construcción, no era apropiado hablar de antijuridicidad porque “así como el tipo acoge dentro de sí la acción (solo las acciones pueden ser típicas), el injusto contiene acción y tipo: solo las acciones típicas pueden ser injusto penal”; además, la antijuridicidad es una categoría propia de todo el ordenamiento jurídico y no del Derecho Penal.

En sede del injusto, “se enjuicia la acción típica concreta, incluyendo todos los elementos reales de la respectiva situación, conforme a los criterios de la permisión o prohibición”; él era, pues, la sede natural donde se solucionaban los conflictos de intereses mediante la conjugación de una serie de principios u ordenadores sociales en los que se basa –esto es, las causales de justificación–, que deben operar no solo como directrices interpretativas respecto de contenidos concretos sino que están llamados a esclarecer tanto la estructura de cada una de esas excluyentes de la antijuridicidad como sus conexiones; la legítima defensa, por ejemplo, está regida por los principios de protección y de mantenimiento del derecho.

Ahora bien, desde la perspectiva político-criminal el injusto se caracterizaba por poseer tres funciones: solucionaba las colisiones de intereses de forma relevante para la punición de uno o varios intervinientes; servía de punto de enlace para las medidas de seguridad y otras consecuencias jurídicas; y, entrelazaba el derecho penal con todo el ordenamiento jurídico e integraba sus valoraciones decisivas, lo que le permitía al Derecho penal reconocer en el examen del injusto causas de justificación de todo tipo y procedentes de otros sectores del mismo plexo normativo.

Esto permitió a sus cultores elaborar una construcción totalista del delito que negó cualquier importancia a la diferenciación analítica de los tradicionales elementos de la teoría jurídica del mismo y, por ende, al distingo entre injusto y culpabilidad; esta elaboración, que se denominó imputación objetiva, se asentó sobre la llamada teoría de los roles. Por ello, entonces, se afirmaba que la teoría de la imputación “establece a qué personas ha de castigarse para la estabilización de la norma. El resultado reza así: Ha de castigarse al sujeto que se ha comportado de contrariedad a la norma y culpablemente (si es que la ley no renuncia a la pena, lo que es posible por diversos motivos). La teoría de la imputación desarrolla los conceptos que se han empleado: comportamiento del sujeto, infracción de la norma y culpabilidad”. Esta alzadura teórica, entonces, fundada en el criterio del rol, es la que configura normativamente el delito –una imputación como injusto y otra imputación como culpabilidad–, por lo que dejaba de ser una cuestión propia del ámbito del tipo objetivo para convertirse en un concepto que abarcaba toda la teoría del delito: “No existe impedimento lógico alguno en llamar acción solo al hecho enteramente imputable, es decir, culpable”. Para poder imputar se requerían, así las cosas, tres niveles:

El primero, constituido por la condición mínima para hacerlo, o sea la causalidad entre la conducta y el resultado;

El segundo, la imputación objetiva del comportamiento, que se prevale de cuatro instituciones jurídico-penales diversas (el riesgo permitido, el principio de confianza, la prohibición de regreso y la competencia de la víctima), con base en las que se puede establecer la relevancia jurídica de la relación causal entre la acción y el resultado, esto es, para poder calificar una conducta humana como.

El tercer nivel, a su turno, era la imputación al resultado, en los delitos de resultado, donde se ubicaba la realización del riesgo.

Aplicado lo anterior a la estructura del delito, se tiene lo siguiente.

En primer lugar, el injusto –el objeto de la culpabilidad–, se concibió como la defraudación de expectativas normativas por parte de su autor; en él, si se piensa en las categorías tradicionales, aparece la acción entendida como “causación evitable del resultado” y la omisión definida como “no evitación evitable”; el tipo penal, por su parte, consagró esas

expectativas normativas que deben ser llevadas a cabo en los contactos sociales, de donde resultaba que lo decisivo en esta instancia era “el conocimiento de la ejecución de la acción y en su caso de sus consecuencias (en el dolo), o la cognoscibilidad individual –en la imprudencia–”, que se constituían en su aspecto subjetivo. Así mismo, contenía la ausencia de causales de justificación. De esta manera, se afirmaba, un comportamiento es antijurídico cuando muestra falta de motivación jurídica dominante, pero el autor no es responsable, aún, por esa deficiencia; como contrapartida, el actuar justificado es “un comportamiento socialmente no anómalo, sino aceptado como socialmente soportable solo en consideración a su contexto, o sea, a la situación de justificación”. Por ello, pues, se pudo definir el injusto como el comportamiento típico evitable (doloso o imprudente) que no está justificado.

En segundo lugar, la culpabilidad se concibió como libertad de autoadministrarse conforme al rol asignado por la norma, de donde se infiere que quien se comporta de manera contraria a como lo exige el rol sin casual de justificación –injusto–, es infiel frente a las normas, esto es, es culpable del injusto; la imputación como culpabilidad supone tanto la intelección del injusto como el comportarse conforme a ella. Los elementos positivos de la culpabilidad –el llamado contexto positivo–, son: la presencia de un injusto, es decir, un comportamiento antijurídico; la imputabilidad del autor, entendida como capacidad de cuestionar la validez de la norma; la actuación que no respeta el fundamento de validez de las normas; y, los especiales elementos de la culpabilidad en algunos delitos. Y, como elemento negativo o contexto exculpante, aparecía la no exigibilidad de obedecer la norma que equivalía a las tradicionales causas de exculpación o de inculpabilidad: cuando no se puede exigir que se obedezca la norma. Se erigió, pues, un concepto funcional de culpabilidad en virtud del que esta categoría se redujo a un juicio de adscripción de responsabilidad conforme a criterios normativos establecidos por el derecho, con lo que se lograban aunar la culpabilidad y la prevención general positiva.

De esta forma, el comportamiento se le reprochaba al agente porque él expresaba una actitud contraria a esos valores y en ello se encuentra su significado simbólico; así, la conciencia social y el ordenamiento reaccionan normativamente con la contraposición de la pena, entendida como un hecho alegórico contrario al significado del comportamiento delictivo. Así las cosas, toda la construcción del delito quedaba reducida a un tipo total de culpabilidad del que forman parte, inescindiblemente, como elementos objetivos y subjetivos – aunque, a decir verdad, todos terminan siendo componentes

Al mismo tiempo, como esa forma de organización política es “de derecho”, “democrática, participativa y pluralista”, de ello se desprende que el derecho penal solo puede regular conductas externas del hombre como ser dotado de racionalidad, guiadas por la voluntad hacia una determinada finalidad, acorde con el manejo de su conocimiento causal; así, pues, se integran al concepto de conducta las notas de la causalidad y la finalidad, verdaderas estructuras lógico objetivas preexistentes a toda legislación penal, con independencia de si se derivan o no de la propia Carta Magna.

Así las cosas, de la Constitución se desprende un concepto de conducta para el cual el contenido de la voluntad es su parte interna (la finalidad), mientras la causalidad alude a la externa; un concepto que, al erigirse sobre la idea de socialidad, tiene un innegable contenido material que debe inspirar todas las categorías restantes de la construcción que apenas sí son verdaderos predicados suyos.

Ello se reafirma cuando se expresa que la forma de Estado imperante se asienta en el “respeto a la dignidad humana”, como lo corroboran plurales cánones constitucionales, entre los que deben mencionarse los artículos 5o , 12, 16, etc. También de otras disposiciones de la propia Constitución –que le dan su razón de ser al principio del acto o del hecho– se desprende la idea de conducta como carácter genérico del delito, tal como sucede con el artículo 6o cuando –además de sentar las bases para construir el concepto de culpabilidad o responsabilidad– claramente indica: “Los particulares solo son responsables ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes. Los servidores públicos lo son por la misma causa y por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones”.

Así mismo, cuando el artículo 29 inciso 2o , al referirse al principio de legalidad, expresa: “nadie podrá ser juzgado sino conforme a las leyes preexistentes al acto que se le imputa...”, sienta las bases para la construcción del delito cuando afirma que acto e imputación son los dos pilares de esta.

A las anteriores disposiciones súmense las correspondientes de las leyes 74 de 1968 y 16 de 1972. Por supuesto, el concepto de conducta que dimana de la Carta Fundamental se refiere a los comportamientos comisivos y omisivos, ambos como subformas de aquella. Así lo prevé con claridad en los artículos 1o , 6o ; 49, párrafo 5o , y 95, párrafo 3°, numeral 2º, donde se plasma el principio de solidaridad social, que es uno de los fundamentos de toda la construcción; huelga decirlo, el concepto de omisión puede perfectamente erigirse a partir de

los desarrollos doctrinarios contemporáneos que, desde Arm. Kaufmann, entienden la posición de garante inherente al sujeto activo a partir de la llamada teoría de las funciones.

Así, pues, no es suficiente con la consagración de una determinada posición de garante en la Constitución o en la ley para erigir cualquier comportamiento omisivo en punible, pues es indispensable una estrecha relación entre el agente y el bien jurídico tutelado, sea porque la persona tenga el deber de proteger los bienes jurídicos frente a riesgos que puedan afectarlos, sea porque le competa el deber de proteger determinadas fuentes de riesgos.

Por eso, no es a partir del mero deber de colaborar con la administración de justicia (artículo 95, inciso 3o , numeral 7º) como puede concebirse un comportamiento omisivo como subforma de conducta punible, pues no toda omisión se puede erigir en infracción a la ley penal porque, si así fuera, de nada serviría el catálogo de postulados limitantes al ejercicio del ius puniendi del Estado que, necesariamente, obligan a la construcción de una teoría del delito garantista.

Es obvio que las conductas comisivas u omisivas pueden ser dolosas o culposas (imprudentes), pues la ley de leyes diferencia entre una y otra modalidad en los artículos 9º inciso 2º, 122 inciso 5º (artículo 1o del acto legislativo 1 de 2004), 179, numeral 1º, 232, numeral 3º y 299 inciso final. En otras palabras: distingue entre conductas (comisivas y omisivas) dolosas o culposas, de donde –consecuentemente– se desprenden cuatro estructuras distintas de delito.

En fin, lo dicho hasta ahora muestra que la Constitución solo tolera un derecho penal de acto, para el cual la conducta humana es la piedra angular de la teoría del delito, sin que sea posible –a diferencia de ordenamientos constitucionales como el francés– preconizar que también realizan conductas con relevancia penal entidades distintas a los seres mortales, como las personas jurídicas o las sociedades de hecho.

Las categorías tipicidad y antijuridicidad –que con la conducta integran el injusto penal– también tienen asidero en la Carta. La tipicidad emerge del principio de legalidad y, más concretamente, de la garantía sustantiva de la prohibición de la indeterminación, pues la ley penal tiene que ser cierta, dado que en un Estado social y democrático de derecho (artículo 1º), la persona solo puede ser juzgada “conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa” (artículo 29, inciso 2o ). Esas leyes tienen que ser claras y precisas, para no generar indeterminación alguna que ponga en peligro la seguridad jurídica, sea que se trate de

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TeoríA DEL Delito - derecho penal general

Asignatura: Derecho Penal Especial I

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TEORÍA DEL DELITO
Propósito del curso: La teoría de la conducta punible es el
estudio de las características comunes que debe reunir
cualquier acción para que pueda ser considerada como
susceptible de punición; por ello se habla de los elementos
generales de las diversas figuras penales y debe prestarse
atención a la parte especial del Código Penal (artículos 101 y
siguientes), donde se encuentran reguladas las diversas
conductas punibles como homicidio, hurto, etc.
Nuestra finalidad, por ahora, no es estudiar los elementos
particulares de cada conducta punible –tarea del curso de
teoría del delito que más adelante verán–, sino los elementos
constantes en todas ellas, esto es, los caracteres genéricos y
específicos ya vistos.
EL CONCEPTO DE DELITO
Precisiones iniciales: En castellano se emplean los términos
delito, equivalente a culpa o quebrantamiento de la ley, y
crimen, cuyo alcance se asemeja a delito grave, acción
indebida o reprensible, para denominar las violaciones a la ley
penal del Estado; no obstante, en el derecho comparado se
encuentran también voces como infracción, acción punible,
conducta delictiva, hecho criminoso, hecho penal, hecho
punible y, por supuesto, conducta punible.
El Código Penal de 2000 clasifica las conductas punibles en
delitos y contravenciones (artículo 19); el título III del libro
primero o parte general, que se llama “De la conducta
punible”. La doctrina, sin embargo, suele utilizar los vocablos
delito, hecho punible y conducta punible como sinónimos, y a
la hora de exponer la construcción del mismo asunto se
utilizan las denominaciones teoría del delito, teoría del hecho
punible o teoría de la conducta punible.
En la definición empleada por el legislador para designar la
centenaria construcción a la que se hace referencia (artículo
9º), la expresión conducta punible es apropiada y tiene
distintos alcances que dependen, incluso, de los contextos
interpretativos y de las sistemática que se asuma: a veces
parece ser sinónima de “conducta” (artículos 14, 15, 25, 26,
52, 55 a 58; 83, inciso 1º; 84 y 447); de “conducta típica”
(Código Penal, artículos 25 parágrafo, 27; 31; 39, numeral 4º);
de “conducta típica y antijurídica” (injusto) (Código Penal,
artículos 11, 28 y 29); “de conducta típica, antijurídica y
culpable” (Código Penal, artículos 8o –que emplea la locución
“imputar...conducta punible”–, 9o , inciso 1º, e incluso en el
inciso 3o –que habla de la conducta del inimputable–, 19, 94,
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