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La Borra del Café, Mario Benedetti

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Literatura Latinoamericana

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Año académico: 2021/2022
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LA BORRA DEL CAFÉ

MARIO BENEDETTI

Córdoba (España) 2012

Esta edición sigue la de la Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 2002.

Fotos de la cubierta: . Mario Benedetti, al fi na lizar la escuela primaria, 1934 (Fuente de la fotografía: bib.cervantesvirtual/bib_autor/mariobenedetti/pcuartonivel.jsp? conten=imagenes&pagina=imagenes7). . Panorámica de Montevideo, con el Palacio Legislati vo en el centro, déc ada de 1930 (Fuente de la fotografía:(Fuente de la fotografía: skyscrapercity/forumdisplay.php? s=bbe34d08c265cb970537c47e34763ba4&f=2072). . Mario Benedetti, hacia 1997 en la canc ha de un coleg io de Montevideo (Fuente de la fotografía: autor, Daniel Mordzinski. civinova/2010/07/27/escritores-en-el-area/)

Índice

  • Nota a esta edición
  • LAS MUDANZAS La borra del café
  • PRIMEROS AUXILIOS
  • AQUEL NAUFRAGIO
  • UN PARQUE PARA NOSOTROS
  • EL DIRIGIBLE Y EL DANDY
  • PRO Y CONTRA DE LA OSADÍA
  • UN ESPACIO PROPIO
  • SOÑAR EN COLORES
  • LOS DE GALARZA
  • SAFARI AL CENTRO
  • MALAS NOTICIAS
  • LA NIÑA DE LA HIGUERA (1)
  • ADIÓS Y NUNCA
  • JULISKA HABLA CASTELLANO
  • FIESTA EN EL BARRIO
  • EL PARQUE ESTABA DESIERTO
  • HASTA LA VISTA
  • INCOMPATIBILIDADES
  • EL BUEN TRATO
  • GENTE QUE PASA
  • LAS INICIALES
  • MI SEGUNDO GRAF
  • POBRE PECADOR
  • HOY ESTRENO HOY
  • ESPALDARAZO
  • LA NIÑA DE LA HIGUERA (2)
  • BIENVENIDA SONIA
  • LAS TRES Y DIEZ
  • EL SURCO DEL DESEO
  • MUJER DEL MÁS ACÁ
  • ¿PARA QUÉ HABLAR? (Fragmento de los Borradores del viejo)
  • LAS CONSTANCIAS DEL VIUDO
  • PIES EN POLVO ROSA
  • VOCES LEJANAS
  • NO SIEMPRE ES ASÍ
  • OTRA VEZ MATEO
  • UN MILAGRO
  • EL CAPITAL ES OTRA COSA
  • JULISKA SE PONE TRISTE
  • PRETÉRITO IMPERFECTO

Nota a esta edición

El propósito didáctico de esta edición nos ha inclinado a presentar abundantes fotografías del espacio urbano, la ciudad de Montevideo, en que se mueve el personaje autobiográfico. Todas ellas han sido extraídas de Internet. En muchos capítulos es posible encontrar un glosario que reúne información de dos órdenes. De una parte se explican muchos significados de palabras habituales en el español de América, específicamente, del Río de la Plata. De otra, se ha prestado atención a las alusiones históricas, políticas, culturales y literarias que, directa e indirectamente, ofrece el relato. Para profundiza en ellas, el interesado puede picar en los enlaces señalados. Eugenio Alemany

A mis traductores, que han tenido la paciencia y el arte de reconstruir el habla y los silencios de mis montevideanos en más de veinte lenguas.

LAS MUDANZAS

Mi familia siempre se estaba mudando. Al menos, desde que tengo memoria. No obstante, quiero aclarar que las mudanzas no se debían a desalojos por falta de pago, sino a otros motivos, quizá más absurdos pero menos vergonzantes. Confieso que para mí ese renovado trajín de abrir y cerrar cajones, baúles, grandes cajas, maletas, significaba una diversión. Todo volvía a acomodarse en los armarios, en los estantes, en los placards*, en las gavetas*, aunque buena parte de las cosas (no siempre las mismas) permanecían en los cofres y baúles. La nueva casa (nunca éramos propietarios sino inquilinos) adquiría en pocos días el aspecto de morada casi definitiva, o por lo menos de albergue estable, y pienso que eso era lo que mis padres sinceramente creían, pero antes de que transcurriera un año mi madre y/o mi padre, nunca ambos a la vez, empezaban a sembrar comentarios (al comienzo sutiles, pero luego cada vez más explícitos) que en el fondo eran propuestas de un nuevo cambio. Por lo general, las razones invocadas por mi padre eran la falta de sol, la humedad de las paredes, los corredores muy angostos, el alboroto exterior, los vecinos que fisgoneaban, etcétera. Las aducidas por mi madre eran más variadas, pero normalmente figuraban en la nómina motivos como exceso de sol, sequedad en el ambiente, espacios interiores demasiado amplios, incomunicación con los vecinos, calles sin movimiento, etcétera. Por otra parte, a mi padre le gustaba la tranquilidad de los barrios periféricos, en tanto que mi madre prefería la agitación del Centro.

No teman. No les voy a contar toda la historia de mis casas, sino a partir de aquellas en que me pasaron cosas importantes (o, como dijo el poeta, en un arranque de genial cursilería, “cosas chicas para el mundo / pero grandes para mí”). Nací en una casa (planta alta) de Justicia y Nueva Palmira, en la cual, como excepción, vivimos tres años. Tengo pocos recuerdos, salvo que había una claraboya* particularmente ruidosa cuando se la abría o cerraba, algo que no acontecía con frecuencia ya que la manija*, situada en la pared del patio, era durísima y sólo podía funcionar mediante el esfuerzo mancomunado de dos personas suficientemente robustas. Además, los días de lluvia la dichosa manija propinaba unas terribles patadas de corriente eléctrica, de modo que aquella claraboya sólo podía abrirse o cerrarse en tiempo seco.

Luego, sin abandonar el barrio, nos trasladamos a Inca y Lima. Allí lo más recordable era el inodoro, pues cuando alguien tiraba de la cadena, el agua, en lugar de cumplir su función higiénica en el water, salía torrencialmente del remoto tanque empapando no sólo al infortunado usuario sino todo el piso de baldosas verdes. Después nos fuimos a Joaquín Requena y Miguelete, donde había más ruido callejero pero el inodoro funcionaba bien y no era imprescindible hacer las necesidades con impermeable y sombrero. De esa casa, bastante más modesta que las anteriores, sólo merece ser evocada una vitrola*, en la que mi madre, cuando mi padre estaba ausente, ponía un disco con clases de gimnasia que siempre arrancaba con una voz muy castiza: “¡Atención! ¡Lisssssto! ¡Empeceeemos!”. Y mi madre, obediente, empezaba. Yo, que ya andaba por los cinco y medio, la admiraba mucho cuando se tendía en el suelo y levantaba las piernas o se ponía en cuclillas y estiraba los brazos, ocasiones en que solía desmoronarse hacia un costado, pero yo creía que eso también era ordenado por el gallego del disco. (Debo aclarar que sólo pude identificar el acento de aquel animador muchos años después, concretamente una tarde en que hallé aquella reliquia de 78 rpm en un baúl y la volví a escuchar en un tocadiscos.) De todas maneras, la aplaudía con ganas, y ella, cuando terminaba la lección oral, en reconocimiento a mi comprensión y estímulo, me alzaba en brazos y me daba un beso, más sonoro pero menos agradable que otros ósculos maternales, ya que, como era previsible después de tanta calistenia*, estaba espantosamente sudada.

La siguiente vivienda (más modesta aún) estaba en Hocquart y Juan Paullier. Quedaba a sólo cuatro cuadras de la anterior de modo que no fue fácil conseguir un camión que aceptara encargarse de una mudanza de tan corto recorrido, algo que a mi padre, con toda razón, le parecía absurdo, ya que las faenas de carga y descarga eran las mismas que si la distancia fuera de quince kilómetros. Por fin apareció un camionero que, gracias a una buena propina, se avino a un desplazamiento tan poco tradicional, pero su malhumor y el de sus dos colaboradores fue tan notorio, que a nadie le sorprendió que un ropero perdiera todas sus patas menos una, y un espejo se escindiera en dos lunas: una menguante y otra creciente. En el nuevo domicilio estábamos un poco apretados y casi siempre comíamos en la cocina. Lo mejor de la casa era la azotea, que virtualmente se

comunicaba con la del vecino, y donde había un perro enorme, que a mí me parecía feroz y que se convirtió en mi primer enemigo. Para peor, las pocas veces que yo subía, el pobre animal gruñía casi por compromiso, pero no bien advertí que estaba sujeto con una cadena, yo también, en el primer signo de cobardía de que tengo memoria, decidí gruñirle, y aunque mi alarde resultaba apenas una caricatura, debo admitir que no contribuyó a que mejoraran nuestras ya deterioradas relaciones.

Hubo más casas en aquellos tiempos. Siempre por los mismos barrios: Nicaragua y Cufré, Constitución y Goes, Porongos y Pedernal. A esas alturas, los cambios de domicilio ya obedecían a una obsesión corporativa*. Las mudanzas habían pasado de la categoría de pesadilla a la de ensueño. Cada vez que una nueva vivienda aparecía en el horizonte, pasaba a ser, con sus luces y sus sombras, una utopía, y cuando por fin traspasábamos el nuevo umbral, aquello era como entrar en el Elíseo*. Por supuesto, la fase celestial caducaba muy pronto, verbigracia cuando un trozo del cielo raso caía sobre nuestros cappelleti alla carusso* o una disciplinada vanguardia de cucarachas invadía la cocina a paso redoblado en medio de los histéricos alaridos de mi madre. Sin embargo, el hecho de que un mito se desvaneciera en la niebla de nuestras frustraciones, no impedía que todos empezáramos a colaborar en un nuevo borrador de utopía.

GLOSARIO Placard: galicismo del español de Uruguay, armario mueble. Gaveta: italianismo. Cajón corredizo o mueble de cajones. Claraboya: galicismo, ventana abierta en el techo o en la parte alta de las paredes. Manija: palanca pequeña para accionar el pestillo de puertas y ventanas, que sirve también de tirador. Vitrola: gramófono, tocadiscos primitivo. La mención de este reproductor de sonidos y música nos sitúa en los años 20- 30, cuando se popularizan en Uruguay (ver imagen anterior). Calistenia: anglicismo, conjunto de ejercicios que conducen al desarrollo de la agilidad y fuerza física. .. obsesión corporativa: es una expresión metafórica para referirse a lo que explica inmediatamente después. La corporación la formarían los tres miembros de la familia, y la obsesión sería la mezcla de deseo e inquietud que ninguno de ellos podía apartar de la mente, es decir, la idea fija de que, habitando una casa, pronto se trasladarían a la siguiente. Elíseo: también denominado, “campos elíseos”, lugar placentero de la mitología donde, según los gentiles, iban a parar las almas de los que merecían este premio. Cappelleti alla carusso: plato de pasta rellena con una salsa, de origen italiano, muy comunes en la cocina uruguaya. La alusión a este plato hace pensar en la intensa inmigración italiana tanto en Argentina como en Uruguay (véase al respecto: es.wikipedia/wiki/Inmigraci%C3%B3n_italiana_en_Uruguay)

reconocido como mi vocación estética me llevó a mirarle las piernas y las encontré hermosas, bien torneadas, seductoras. Quizá no era sólo vocación estética. A esta altura pienso que mi primera y precoz exteriorización erótica se concentró en las ojeadas clandestinas que dediqué a aquellas piernas graciosas y cabales. Incluso soñé con ellas, pero aun en la ocasión onírica no iba más allá de las miradas de admiración y asombro. Imágenes posteriores me recuerdan que Antonia poseía lindos pechos y labios prometedores, pero a los ocho años mi éxtasis tempranero quedaba anclado en sus piernas y no me permitía distraerme en otras franjas de interés.

GLOSARIO Didascálico: didáctico (se aplica sobre todo a este subgénero poético), propio de la enseñanza.

AQUEL NAUFRAGIO

Fue precisamente en la casa de la calle Capurro que empecé a sentirme integrante de una familia mayor. Dos primos, que me llevaban un par de años, vinieron de Cerro Largo a radicarse en Montevideo, y al principio vivían con el abuelo Javier, padre de mi madre. Más tarde, los padres vinieron también a la Capital y se instalaron todos en Capurro, a cinco cuadras de casa. Mi prima Rosalba, que me llevaba tres años, vivía en Canelones, pero venía a menudo a visitarnos con su madre, la tía Joaquina, que por cierto no gozaba de las simpatías de mi padre. “No soporto a tu hermana”, le decía frecuentemente a mi madre. “Es bruta, brutísima, y además necia.” Ella sólo alegaba: “Pero es mi hermana”, e increíblemente este argumento era el único que derrotaba a mi viejo. Por otra parte, el abuelo Vincenzo, padre de mi padre, venía a menudo de Buenos Aires, donde tenía un almacén, y siempre paraba en casa. A las abuelas las veía menos. A la madre de mi madre, porque siempre estaba enferma, y en consecuencia nunca salía a la calle ni había que importunarla con visitas; y a la madre de mi padre, porque vivía en Buenos Aires y cuando el abuelo Vincenzo viajaba a Montevideo, ella se quedaba atendiendo el almacén de Caballito.

El abuelo Vincenzo era tan divertido como el abuelo Javier, pero en otro estilo. Una vez me contó cómo se había salvado de un naufragio famoso. Le pregunté si se había librado porque sabía nadar. “No, cómo se te ocurre. Siempre he tenido más afinidad con las aves que con los peces. Pero la verdad es que tampoco sé volar.” Su carcajada florentina resonaba en el patio como un carillón. “¿Y entonces cómo te salvaste?” “Muy sencillo: perdí el barco en Génova. Llegué al puerto media hora después de su partida asquerosamente puntual. Traté de conseguir una lancha que me llevara hasta el vapor (aún estaba a la vista). Para mi suerte fracasé en el intento. Cuando diez días después me enteré de que el buque se había hundido en pleno Atlántico, no se me ocurrió nada menos egoísta que celebrarlo con una damajuana de Chianti*. Ya sé que está mal, que debía haber pensado en los otros; hoy no lo habría hecho así, pero en aquella época era muy joven y aún no había aprendido a ser hipócrita.” Y aquí otra carcajada. Yo en cambio no me reía. Enseguida me di cuenta que el abuelo no había leído Corazón, el libro de Edmondo de Amicis* que era mi Biblia, ya que, de haberlo leído, no habría tenido una actitud tan mezquina, y si de todos modos hubiera decidido empinarse la damajuana de vino, lo habría hecho con tristeza y hasta llorando un poco por los que se ahogaron. Pero no, al abuelo todavía le duraba el regocijo de haber escapado a la muerte casi por milagro, aunque ni siquiera eso lo había reconciliado con el cura de su parroquia, pues toda su vida fue un ateo militante y arremetió contra Dios como si éste fuera un mero organizador de descarrilamientos y naufragios.

GLOSARIO Damajuana de Chianti: botella de vino de Chianti, italiano (ver imagen anterior) Corazón, el libro de Edmondo de Amicis: Corazón es el relato (subtitulado “Diario de un niño”) más célebre de este autor italiano, una obra de culto entre la infancia de países como Argentina, Uruguay y Paraguay pues contiene la famosa historia de “Marco, de los Apeninos a los Andes”, una descarnada relación de las vicisitudes de los miserables emigrantes italianos a estos países. Para más detalles: anlisisdeobrasliterarias.blogspot.com/2008/05/corazn-de-edmundo-de- amicis.

del Mar del Plata, junto a la playa del mismo nombre y al puerto (es.wikipedia/wiki/Capurro) Club Lito: es.wikipedia/wiki/Centro_Atl%C3%A9tico_Lito Estas dos referencias, el parque y el equipo de fútbol, dos referencias históricas, reales, nos sitúan definitivamente en un tiempo pasado, aproximadamente en los años 30, la infancia del narrador autobiográfico y del propio autor, Mario Benedetti. Yuyos: hierbas o hierbajos. Bichicome: en el lunfardo del Uruguay, mendigo, vagabundo. Es anglicismo, deformación de "beach come". Botijas: expresión coloquial en Uruguay para chiquillos Conan Doyle: novelista británico autor del universal personaje literario Sherlock Holmes (y de su ayudante Watson), detective inolvidable de los relatos de crimen e investigación, extraordinariamente popular entre niños y jóvenes: es.wikipedia/wiki/Sherlock_Holmes. Sandokán: otro personaje literario grandioso para los jóvenes lectores de todas las generaciones; en este caso, héroe aventurero y piratesco debido al autor italiano Emilio Salgari: es.wikipedia/wiki/Sandok %C3%A1n.

Benedetti, hacia 1997, paseando por el parque Capurro

EL DIRIGIBLE Y EL DANDY

Así como el Parque Capurro tenía para nosotros un atractivo singular, la playa contigua*, en cambio, era más bien asquerosa. La escasa arena, siempre sucia, llena de desperdicios y envases desechables, era mancillada aún más, ola tras ola, por otras basuras y despojos, provenientes tal vez de las diversas embarcaciones ancladas en la bahía.

Sólo en una ocasión la Playa Capurro, por lo general tan despreciada, se llenó de gente y bicicletas. Fue cuando vino el dirigible. El Graf Zeppelin*. Aquella suerte de butifarra plateada, inmóvil en el espacio, a todo el mundo adulto le resultó admirable, casi mágica; para nosotros, en cambio, era algo normal. Más aún: el estupor de los mayores nos parecía bobalicón. Verlos a todos con la boca abierta, mirando hacia arriba, nos provocaba una risa tan contagiosa, que de a poco se fue transformando en una carcajada generacional. Los padres, tíos, abuelos, se sintieron tan agraviados por nuestras risas, que los sopapos y pellizcos empezaron a llover sobre nuestras frágiles anatomías. Una injusticia histórica que nunca olvidaremos.

No obstante, el Graf Zeppelin fue causa indirecta de un cambio importante en nuestras vidas. Nuestro interés por aquel globo achatado e insípido duró exactamente diez minutos. Cuando empezaron nuestros primeros bostezos, nos fuimos replegando, sin saber aún hacia dónde encaminar nuestras expectativas. Los mayores seguían boquiabiertos, hipnotizados por aquel mamarracho hermético, instalado en el espacio abierto. De pronto nos dimos cuenta de que en esa jornada no existíamos, estábamos al margen del mundo, por lo menos del mundo autorizado a asombrarse. De modo que cuando mi primo Daniel dijo: “¡Somos libres!”, todos fuimos conscientes de que se había convertido no sólo en nuestro portavoz sino también en nuestro líder.

Por diversos senderos empezamos a retroceder hacia el Parque, sin apuro y sin llamar la atención, no fuera que alguno de aquellos mayores, tan turulatos, saliera de pronto de su embeleso y diera la voz de alerta. No fue necesario que conviniéramos cuál iba a ser nuestro punto de encuentro. Sabíamos que nos íbamos a reunir en un pequeño claro entre las rocas, donde confluían tres o cuatro caminitos y siempre había sido la zona neutral de nuestros juegos, contiendas y desafíos. Allí nos encontramos, pues, y esta vez fue además paraninfo de deliberaciones.

Aquella circunstancial indiferencia de los adultos, unida a la no buscada y sorpresiva pero evidente libertad de que gozábamos desde la última media hora, nos obligaba a un decisivo reajuste. No teníamos ganas de jugar ni de entablar sudorosas trifulcas de engaña pichanga*. Era como si alguien, al despojarnos repentinamente de nuestra escafandra de inocencia, nos hubiera dejado desnudos frente a un nuevo y desconocido compromiso.

Por cierto que el destino, o como se llame, nos reservaba para esa misma jornada una puesta a punto de la responsabilidad recién estrenada. Empezamos a caminar en silencio por uno de los senderos que llevaban a las cuevas. Íbamos tan absortos que casi tropezamos con un cuerpo tendido. La mueca instalada en el rostro y cierta rigidez de los miembros, eran signos demasiado evidentes. No era preciso llamar a un forense para comprender que se trataba de un muerto.

“Fíjense, es Dandy*”, dijo mi primo Fernando. Ése era el nombre que se daba a sí mismo un conocido bichicome, decano del Parque, que generalmente hacía de las cuevas su dormitorio estable. Y el mote no era

Pero no fue así y tuve que hacerme cargo de mi ateísmo y de la inspección ocular.

Al día siguiente partí hacia el peligro. Los otros tres quedaron en la esquina de Capurro y Húsares, a la espera de mis noticias. Me dirigí hacia “el lugar del hecho” (así lo denominaba Daniel) con todo el coraje de que disponía, que por cierto no era demasiado. Si no caminaba rápido, no era por mala voluntad, sino porque las piernas me temblaban, totalmente al margen de mi voluntad de cruzado. El temblor sólo se interrumpía cuando subía o bajaba escalones, pero no bien volvía a caminar aquella trepidación recomenzaba. Recuerdo que era una fresca mañana de otoño, pero yo sudaba como en enero.

Por fin llegué al “claro del bosque”. Al principio no lo podía creer, pero el Dandy no estaba. Extrañamente, su ausencia me calmó. El temblor cesó como por encanto. Y hasta tuve ánimo para recorrer los caminitos que llegaban al claro y, más aún, en un alarde de arrojo inconcebible, me asomé a la cueva que el Dandy había usado durante años como refugio. Tampoco allí había rastros del bichicome. Apenas una botella (vacía) de alcohol de quemar.

Es claro que volví sacando pecho. Cuando Daniel, Fernando y Norberto vieron que regresaba, corrieron a mi encuentro, ansiosos. Durante unos minutos los hice sufrir, pero después sus caras de susto me dieron lástima. “El occiso* no está”, dije, para que se dieran cuenta de que yo también tenía mis lecturas. La noticia cayó como un balde de agua fría. “¿Habrás revisado bien?” inquirió Daniel. Le devolví aquella mirada, entre admonitoria y burlona, que me había dedicado cuando mi desvanecimiento, y agregué: “Revisé todo. Fijate que hasta me metí en la cueva del Dandy”. “¿Te metiste en la cueva?” preguntó Norberto con un dejo de admiración. “Sí, claro” confirmé sin dar mayor importancia a mi notable audacia, “y sólo había esta botella.” La botella fue pasando de mano en mano y luego volvió lógicamente a las mías. Sin que nadie lo decidiera de un modo explícito, pasé a ser su custodio oficial. Todos la tomábamos por el cuello y usando mi pañuelo, ya que el resto de la botella podía tener huellas digitales que no fueran las nuestras y las del propio Dandy.

Sin embargo, de poco sirvieron tantas precauciones. No sólo no se individualizó al criminal, sino que tampoco la prensa mencionó el caso. En varios de nuestros encuentros deliberamos sobre las distintas posibilidades. ¿Estaría realmente muerto cuando lo descubrimos el día del dirigible? La respuesta unánime era que indudablemente aquello era un cadáver. Además, si no estaba muerto ¿por qué nunca más lo habíamos visto en sus recorridos habituales? Ah, pero si era un cadáver, ¿quién se lo había llevado? ¿Por qué la prensa nunca había hecho referencia a aquel asesinato o lo que fuera? Un elemento adicional, a tener en cuenta, era que después de aquella jornada festivo-luctuosa habían desaparecido del barrio los otros bichicomes. ¿Y eso por qué? ¿Se enteraron del crimen y tuvieron miedo? Lo único que quedó claro es que nosotros sí tuvimos miedo y, salvo aquel día en que llevé a cabo mi inspección ocular, nunca más volvimos al “claro del bosque”. Al cabo de unos meses dejamos de hablar de aquel tema que nos excitaba pero también nos ensombrecía. Sin embargo, la postrera mueca del Dandy siguió apareciendo, durante varios meses, en mis pesadillas, hasta que por fin se retiró también de ese territorio. Dos o tres años más tarde, escuché por única vez en la radio un tango que incluía esta estrofa: “Y a veces cuando me aburro / recuerdo al Dandy, aquel vago / que en un miércoles aciago / cagó fuego* allá en Capurro”*. Anoté enseguida aquellos versos, para que no se me olvidaran, pero sentí que otra vez me invadía, no el miedo de aquel otoño, pero sí un rescoldo de aquel miedo. Quizá por eso no llamé a la radio para preguntar el título del tango y el nombre del tanguero. No lo comenté con nadie y nunca más escuché aquella letra, que después de todo no era muy brillante. Sin embargo, al día siguiente consulté una de esas tablas que traen algunas agendas para averiguar qué día de la semana correspondió a un día cualquiera del pasado. ¡Y el día del Graf Zeppelin era un miércoles! Así y todo, el autor del tango no especificaba que había sido un crimen: “cagó fuego” es sinónimo lunfardo* de “crepar, morir”, pero puede ser una muerte natural. ¿Muerte natural con semejante herida en el costado y con toda la sangre derramada? El episodio podría dar lugar a todo un ensayo sobre “Tango y desinformación”. Salvo que el autor fuera el asesino (¿por qué no?) y la letra una coartada, una suerte de deliberada bruma sobre aquella muerte. Ya sé, Daniel habría dicho: “Como es obvio, el asesino suele volver al lugar del crimen, y ese tango (está clarísimo) es un simple regreso”. Pero no tuve ánimo para hablarlo con nadie, y aun si lo hubiera tenido, tampoco habría podido, ya que Daniel, precisamente en ese año, viajaba con sus viejos por Estados Unidos.

GLOSARIO .. contigua: se refiere a la playa Capurro, la cual, en la infancia del narrador (que coincide con la del autor, Benedetti -años 30), era un espacio abandonado e insalubre (ver foto anterior). Graf Zeppelin: es.wikipedia/wiki/Graf_Zeppelin_LZ_127. Efectivamente, en 1934, cuando el narrador tiene 13

ó 14 años, esta nave voladora cruzó el cielo de Montevideo, evento de singular impacto social en la época. La palabra graf significa en alemán conde. (ver foto anterior). Película de este evento: youtube/watch? v=tFBKAJuYmaQ. Durante los 30 primeros años del s. XX, el dirigible fue el primer artefacto volador capaz de ser controlado en un vuelo largo. El dirigible Zeppelin fue en su momento una maravilla de la ingeniería alemana, algo así como una nave de superlujo que servía de publicidad feliz y exitosa del joven gobierno nazi, estrenado en 1933 por Hitler. Engaña pichanga: juego infantil de engaño y simulación. Dandy es un personaje de ficción. El término dandy o dandi llega al lenguaje común desde el mundo de la moda y la cultura y se refería al tipo que para llamar la atención y distinguirse de la vulgaridad de sus semejantes, cultivaba la elegancia y la distinción en el vestuario. El dandismo fue una pose, una actitud de moda que arranca en los años 30 del s. XIX, con el romanticismo, y que alcanzó su esplendor alrededor de 1900. Muchos escritores y artistas que se denominaban modernos (y que, como tales, rechazaban orgullosamente la masificación del proletariado y a la grosería de las clases medias burguesas) exteriorizaban su beligerancia antisocial a través del vestuario -corbatas, chalecos, sombreros de extravagante fantasía-, pero también en una insaciable apetencia de experiencias nuevas, de sensaciones raras, consideradas pecaminosas y transgresoras por la moral imperante. El dandi se refugiaba en un aristocratismo intelectual y en la soberbia suficiente, cuando no en la insolencia, con que desdeñaba la chatura y vulgaridad del medio y expresaba su horror ante la mediocridad. En Uruguay destacan escritores como José Herrera y Reissig, Roberto de las Carreras (apodado precisamente “El dandy”) y Horacio Quiroga (quien pasó de dandi a bichicome a causa de sus excesos vitales). Benedetti toma algunos rasgos de esta mitología para adjudicárselos paródicamente a este mendigo o bichicome quien siendo también un tipo marginal y antisocial, no tiene en cambio donde caerse muerto. ..: verbo ultimar, en Uruguay, asesinar. Golero o golerito: guardameta, portero de fútbol Mazzali era Andrés Mazzali, portero (golero) afamado de la selección uruguaya, años 20, dos veces campeona olímpica: nacionaldigital/idolos/Idolos/mazzali.htm (ver foto anterior). Occiso: difunto. Balde: palabra habitual en Uruguay para cubo. ..ó fuego: expresión jergal malsonante para 'murió' (ver abajo lunfardo). “Y a veces cuando me aburro / recuerdo al Dandy, aquel vago / que en un miércoles aciago / cagó fuego allá en Capurro”. El tango al que pertenecen estos versos no existe, de modo que los versos de Benedetti son invención propia. Por supuesto, la muerte de Dandy también es un hecho inventado. Lo que el autor pretende es crear en el lector una sugestión de realidad histórica ambigua, de algo que pudo haber sucedido en la ciudad, algo, pues, verosímil, y que se convirtió en leyenda urbana, leyenda de las que los tangos suelen hacerse eco. Lunfardo es la jerga de los delincuentes de los barrios portuarios de ciudades como Buenos Aires y Montevideo: es.wikipedia/wiki/Lunfardo. El léxico de los tangos es todo él una transposición literal de términos del lunfardo.

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La Borra del Café, Mario Benedetti

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MARIO BENEDETTI
Córdoba
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